lunes, 5 de octubre de 2009

Pensando en tus piernas no pienso, publicado en el libro Cuento Joven 09

Estábamos todos sentados allí, en esa mesa redonda. No sabía que era lo que yo hacía en ese lugar, pero por algo estaba acompañándolos, mirándolos, oyéndolos. Asustado. Muy asustado. La mesa era redonda, pero algo me hacía pensar que tenia puntas, igual que una mesa rectangular, parecidas a las mesas de familias, el padre sentado en la punta y todos alrededor. Aquí, en “la punta” de esta mesa redonda estaba un hombre muy grande y gordo. Su vestimenta era igual a la de todos en ese lugar, un traje negro y lentes haciendo juego. Una señal en su frente lo diferenciaba de los demás. Y tal cual lo dice la ley que explica que una masa grande atrae a las otras más pequeñas, en ese lugar pasaba lo mismo, por eso mi explicación de la mesa redonda con puntas. Alrededor del hombre con la frente marcada habían otras personas que estaban a su merced. Lo miraban. Quizás lo imitaban con poca suerte, porque eran un tercio del cuerpo de aquel jefe gordo. Si, me animo a decir que era jefe, tenía la actitud. El lugar era enorme, un edificio muy alto y muy grande, situado en alguna parte de La Matanza. Eso lo supongo, porque iba caminando por Laferrere cuando, extrañamente apareció un auto muy largo, estilo limousine y frenó en frente mío. Dos hombres bajaron, grandes ellos, pero no tanto como el de la marca en la frente. Me agarraron, sin mucho esfuerzo, y me metieron dentro del auto, luego la oscuridad lo fue todo hasta llegar a aquella mesa redonda. Recuerdo que no pude escuchar nada, sólo el respirar de esos hombres y el ruido del motor, que por cierto era muy silencioso. Muchas preguntas pasaban por mi cabeza, ¿Quiénes son? ¿A dónde me llevan? ¿Qué quieren?... de mí, como decía Coca. Algo me decía que no era un rapto común.
Sentado en esa silla, no tan alejada del gordo por cierto, en uno de mis lados observé que había un lugar vacío. En el asiento había un número, el número estaba esperando a ¿el número dos? ¿No tenían nombres estos tipos? Parece que no, porque al mirar más de cerca la frente del gordo sentado en la punta de la mesa redonda, veo que era un gran número uno, con algunos laureles y serpientes que no me dejaban antes diferenciar el significado del tatuaje. O sea, soy el número tres, porque del gordo a mí, nos separaba solo una silla vacía: la silla del número dos.
Increíblemente, en un determinado momento, sonidos salieron de algún lugar que no me di cuenta cual era. Campanas, platillos, una mezcla de todo. Lo relacionaba con un timbre, porque fue muy corto el sonido. Y cuando acabó, uno de la mesa redonda con puntas se paró y fue a abrir una puerta enorme, que parecía la entrada al lugar. Quizás vea algo del exterior que me de una pista de donde estoy. El hombrecillo llegando a la puerta se dignó a abrirla. Yo, sin preocupación de ver quien era el que entraba, me importó mucho más ver por arriba de la puerta, el exterior. Vaya sorpresa me llevé al ver que sólo oscuridad emergía de allí. Simplemente eso vi, nada más. Hasta juraría que polvo entró de afuera, tierra, no lo sé, algo raro había en ese lugar. Luego de mi desilusión me dediqué a ver quién era el que entraba de las oscuridades del afuera. Pude visualizar una bella silueta. Esas siluetas que sólo una mujer puede tener, pero que en ese caso, sólo esa mujer las tenía. Nunca vi un ser tan hermoso, casi celestial. Se dirigió, luego de entrar, al primero que estaba sentado en la mesa, al que tenía más cerca, y le dio un beso. Un beso de saludo que parecía algo más por su lentitud al darlo. Pero eso no fue sólo lo extraño, porque aquel beso fue repetido para uno y cada uno de los situados allí, como si no quisiera ir a donde tenía que ir, que supongo será la silla número dos. No sé porqué, pero cuando llegó a donde estaba yo, me dio un beso en la boca, tan dulce como su figura, y su rostro igual, hermoso, tal como no se vio nunca. Luego del beso me miró con sus manos en mi rostro y una cara angelical. Siguió hacia donde estaba el gordo de la frente marcada, que por cierto no me veía con cara amable. Se le situó atrás. Puso sus manos en los hombros del grandote. Pasaron unos segundos. Luego ella, lo besó empezando por su cuello grasoso, siguiendo por su boca carnosa, feamente ubicada en su cara. Fue un beso corto, juraría que el que me dio a mi duró mucho más, y su carita angelical no la tenía esta vez. –Siéntate.– le dijo el gordo a la mujer. Creo haber escuchado un suspiro por parte de ella. Recogió su vestido, el cual era largo, para poder sentarse. Sus piernas estaban descubiertas una vez ella sentada allí, y yo con disimulo no podía dejar de observarlas. Ella lo sabía y por eso me di cuenta que de a poquito, muy disimuladamente iba subiendo su vestido. Mientras tanto ella no me miraba, estaba seria, pero intuía que sentía algo por mí. Aquel beso en la boca, algo de importancia debía tener. El gordo se paró de aquella mesa con punta, sin moverse de su lugar. Yo devolví rápido la mirada, al techo, al frente, a cualquier lugar menos a las piernas de esa hermosa chica. Ella, por su parte, volvió a acomodar su vestido. El gordo, parado nos miró a todos. Increíble era que yo estuviese allí, sin quejarme aún, era lo que pensaba mientras el gordo nos seguía mirando. Luego de un rato miraba a todos menos a mí, no se porqué pero dejó de dirigir su mirada hacia donde yo estaba. –¡Tú! –Dijo, luego de señalar a un hombre alejado, casi en la otra punta. –Párate– El hombre se paró. El gordo le indicó luego que diera un paso atrás, mientras le seguía apuntando con el dedo. Sin discutir, dio un paso atrás, pero su rostro lleno de preocupación hacía ese paso demasiado lento, como si supiera que algo malo le iría a pasar. Era muy raro, que yo estuviera tan tranquilo, y aquel señor tan asustado, fui yo el raptado, no él. –¡Cubran ese lugar! Dijo, e inmediatamente, aquel vacío lugar por el hombre que dio un paso atrás, fue cubierto luego de que alguien sacara esa silla. Todos nos corrimos un poco. Estábamos mucho más cómodos. Creo que mi llegada fue causante de que estuviéramos apretados, y el paso atrás del señor acomodó un poco más las cosas. El gordo tocó un botón que tenía en su parte de la mesa. Otra vez sonidos raros, trompetas, platillos, pero breve, siempre breve, como un timbre. Dos hombres vinieron, se acercaron hacia donde estaba aquel personaje, y luego de mirar al gordo de la punta de la mesa redonda, se lo llevaron. Hacia dónde, no lo sé; pero si sé que se lo llevaban arrastrando, la cara de preocupado no se le iba, pero tampoco gritaba, diría que estaba resignado, sin ánimos de lucha. Igual a mi, cuando me llevaron en la limousine. Yo mientras tanto seguía pensando qué demonios hacía allí. Volvió el gordo a dirigirnos las miradas a todos, yo me dispuse a contar cuantos invitados éramos. Conté treinta y cinco, ¿Será que en la mesa hay lugar sólo para treinta y cinco personas? ¿Será que el hombre que se fue, es el que debía salir para que yo estuviera acá? ¿Este lugar tan raro, esta organización, que todavía no se ni de que se trata, querrá adoptarme como suyo? ¿Seré el número tres?
Por más preguntas que me hiciese no podía resolver nada. El gordo se volvió a sentar, todo se volvió un poco más tranquilo. Creo que todos los que estaban en esa mesa tenían miedo de ser el que debía dar el paso atrás.
Mientras tanto, ella. Hermosa como ninguna, la seguía mirando. Llegó un momento en que ya no me importaba si el gordo se daba cuenta. Ella volvía a cruzarse de piernas y eso llevaba a un recogimiento del vestido, lo que finalmente concluía en mostrar cada vez un poco más sus bellas piernas. Sabía que era conmigo el tema. Yo nuevamente la veía, ella lo sabía. Su pierna derecha estaba arriba de su izquierda. Yo estaba sentado a la izquierda de ella. De pronto su pie derecho, descalzo, empezó a rozar mi rodilla, luego más abajo y se quedó allí. Pegada a mí. Ya no podía pensar, mi cerebro y mis sentidos estaban en reposo. Y ella seguía hermosamente rozando su pie en mí.
De pronto, los pocos sentidos que me quedaban alerta, me dijeron que el grandote dobló su cuello hacia donde estaba ella. Y oí –¿Estás segura? – A lo que la dama me mira, divinamente, con su rostro bellísimo y especial, sus ojos como un juego de celeste, marrón y verde, su pelo casi rubio, y su piel hermosamente clara. Su boca, perfectamente fina, luego de crear una sonrisa de satisfacción, dijo: –Si, estoy segura.
–¡Señores! –dijo el gordo luego de levantarse –les presento a ustedes, al nuevo integrante de esta sociedad, al señor número tres.– Pasmado quedé absolutamente. ¿Número tres? Debía admitir que me la veía venir. Miradas fueron intercambiadas durante toda esa noche con la bellísima número dos. El gordo había desaparecido, se armó una especie de fiesta en el lugar. Lo que sucedió mientras, fueron cosas típicas de una fiesta. Claro que baile con ella, y ¡como baile! Toda la noche casi, y sin parar. Al finalizar ella pidió fervientemente llevarme a mi casa. Y así fue. Juntos, y solos, nos retiramos. La grandota puerta era un ascensor que subía. El edificio, tan grande como único en la zona, estaba debajo de la tierra. A unos varios metros. Y debo admitir que al salir del lugar recordé que esto fue una especie de secuestro, pero una vez en el auto junto a ella todo fue un desperdicio de pensamientos. Solos mis sentidos actuaban y estaban completamente enamorados de ella. La zona era Virrey del Pino, y la bella y sensual señorita, me llevó hacia mi casa, en Gregorio. Más de 10 Km hicimos, bastante lentos por cierto. En el camino charlamos, me dijo su nombre, el cual no le pude preguntar hasta el momento. –Victoria. – Ya lo tenía, y no se me iba a borrar jamás. Luego, el silencio. No sabía de que hablar, quizás por timidez, quizás por miedo, no lo sé. Pensé en preguntarle por lo sucedido en la noche, por esta especie de secuestro amable, pero no sabía como formar la pregunta. Con valentía me animé a preguntar sin armar ninguna oración previamente. –Victoria, ¿Sabés por qué… –Porque me agradas… me dijo interrumpiéndome. Y su mirada angelical deslumbro mi mirada nuevamente. –Pero… ¿Y el gordo? – pregunté – ¿Víctor? ¿El número uno?, pobre esta tan enamorado de mi, que como sabe que ya no lo amo, y como no puede matarme de tanto que me ama, es capaz de presentarme un amante, ¡él mismo!, para entretenerme y que siga al lado suyo. – El gordo, parece débil, quien sale perdiendo. Y yo, quien lo hago perder. Ella, un simple instrumento del dolor que yo le pueda llegar a causar al tatuado en la frente. Un instrumento con bellas piernas y bello rostro, del cual solo bastó una noche para enamorarme. Pobre gordo, lo entiendo, si la ama como yo, seguro que más, lo mal que se debe sentir. –¿Qué tendría que hacer? ¿Ser uno de ellos? ¿De que se trata, que hacen allí abajo? –Debes ser el número tres, lugar privilegiado, no deberás hacer nada, Víctor sabe que serás mi amante, no hace falta disimular frente a el, pero si frente a los demás, para que no vean su lado súbdito. –No puedo, te amo tanto, pero aquel hombre te ama más y lo entiendo, no me repondría si me lo hicieran a mi. –Increíblemente una leve sonrisa se dibujo en su rostro. No me lo esperaba, pero así reaccionó el resto del viaje. Al día siguiente en mi casa encontré un sobre, decía junto a mi nombre: “Es usted elegido para ocupar el lugar número dos, por gratitud del grandioso señor Número Uno.”
Pensé dentro de mi: – ¿Qué tan mafioso será ese lugar?


Fin

por Bigstone (Sergio Sebastián Mallea)

viernes, 26 de junio de 2009

El ilustrador



EL ILUSTRADOR

Mi trabajo no fue complicado. Aunque muchos colegas me comentaban acerca de las dificultades laborales que a ellos les traía este oficio. Claro, todo trabajo tiene cosas buenas y malas. Este caso no era la excepción a aquella regla. Pero yo en lo particular, nunca tuve problemas. La mayoría de colegas que conocía, de los cuales eran ellos los que no conocían por completo mi trabajo, me contaban que en sus casos las personas, o sea sus clientes, se les movían mucho. Se les era difícil dibujarlos a veces, por aquel tedioso motivo.
Debo admitir que se me hacía muy difícil buscar amigos en esta labor, ni siquiera compañeros era fácil de encontrar. Quienes terminaban conociendo mi trabajo me observaban como algo raro. Algo inusual. Algunos creían que era una falta de respeto lo que yo hacia. ¡Si yo hacia retratos! Tan solo eso. Ni siquiera hablemos de caricaturas. No le he faltado el respeto a ninguno de los que he dibujado, jamás, menos a sus familiares y amigos, que en mi caso era lo más importante. Todos se iban conformes con mi trabajo. Lo guardarán, quizás para toda la eternidad. Seguramente muchos lo pasarán de padre a hijo, a nietos, bisnietos, etc. Me animaría a decir que todos los trabajos que he realizado en toda mi vida hallan sido guardados de la, anteriormente mencionada, forma. De quienes dibujaba, no esperaba nada. Ni siquiera un agradecimiento. La costumbre y la realidad hacen que yo piense así. Solo los familiares me recomendaban al principio. Luego, conseguí trabajo en un local, haciendo lo que les estoy comentando. Esta vez era para siempre. Dibujar y dibujar era mi trabajo. Retratar a quienes quisieron alguna vez ser retratados, y a quienes nunca afirmaron aquel deseo tal: también. Gracias a sus familiares y amigos, que se terminan expresando en lugar del modelo que paga de turno. O sea no preguntan, si su padre, abuelo, abuela, madre, tío, muchas veces hijos también, bebés, mujeres embarazadas, realmente lo desean. El local se llamaba “velatorio San Pedro”.
Desde aquel velatorio me encuentro hoy contándoles la historia que, de algún modo extraño, tengo la esperanza de que les llegue. Mi trabajo real, por si todavía no se han dado cuenta con lo explicado hasta el momento, fue retratar a quienes acababan de fallecer y que eran velados aquí: en el velatorio de San Pedro. Era un trabajo difícil, tranquilo, pero a veces se tornaba peligroso. Me atrevo a decir eso por los hechos que les comentaré en estas palabras.
Changuito era mi único amigo, no toleraba tener amigos a quienes no les gusten mis dibujos. Él era un chico de la calle. Tenía su padre, madre le faltaba, había muerto al tenerlo al Changuito. Vida difícil le tocó al Chango. Su padre falleció luego cuando el niño rondaba apenas los siete añitos. Fue velado aquí. Solo un par de amigos del padre vinieron a verlo. El Changuito no se movió del cajón. Todo fue pagado por el dueño del velatorio: José. Él y el padre del Chango fueron amigos de la infancia. Luego ambos siguieron sus caminos, José puso este velatorio y el papá del Changuito mendigó. Como José conocía de muy cerca de la muerte, pensó en su futuro, en los cielos. Por lo tanto José se sintió más tranquilo al velarlo gratis. Obviamente no dudó tampoco en brindarle mi servicio, e hice un retrato de aquel ser tan especial del Chango. Siete añitos tan solo tenia en aquel entonces. Comencé a dibujar a su padre y el no se movió de al lado mío. Miraba la hoja y al papá, ambas cosas repetidamente, sin descansar. De repente me dijo:

-Señor mi papá se movió. ¡Señor! - Mi cuerpo lo escucho, mi cerebro me ordenó que siga dibujando.
-Señor, señor. Haga algo. – Volvía a repetir, ya con lágrimas. No lo veía al niño, pero me di cuenta de sus húmedos ojos cuando me agarraba y me suplicaba. Yo solo miraba el dibujo y hacía mi trabajo.
El niño parecía como resignado, miró al padre. Siempre al lado mío. Paradito. Ya no miraba el dibujo. Lo miraba a él. Quieto, casi tranquilo y con sus ojos fijos a su padre dijo:
-Se había movido.-Nadie más que nosotros tres estábamos en el salón.
-Tomá esto es tuyo. – Le dije y le di el retrato.
-Gracias.

Fue desde aquel entonces que el Chango se quedó a trabajar en el lugar. Nadie lo cuidó. Durmió todas las noches de su vida en el velatorio. De día trabajaba limpiando, moviendo cajones, de noche era el sereno y cuidaba el lugar. En realidad dormía. Pero José lo contemplaba correcto para que descansara y estuviera listo para el trabajo del día siguiente. ¿Quién querría robar un velatorio? Con todas las leyendas que pululan por el barrio dudo que alguien se anime.

Al Chango le gustaba dibujar, y le fui enseñando todo lo que aprendí durante estos años que trabajamos juntos. Nunca lo dejé retratar a ninguno de mis clientes. Para eso debía de estar absoluta y perfectamente preparado. No solo saber dibujar, sino también había que saber el poder que uno tenía en sus manos, y manejarlo coherentemente. Seguramente se estarán preguntando que habré querido decir con poder. Me río de la desesperación en la que me encuentro ahora. ¿Qué misterio me esperará después de que ustedes se vallan? ¿O tal vez, quiénes me esperarán?

Hace tres semanas el Chango había cumplido 19 años. Mucho tiempo había pasado de aquel encuentro. Muchos trabajos había yo terminado, y el Chango muchos cajones movido, muchos cuartos limpiados. En fin, fueron doce años en donde procuré que el Chango practicara en su tiempo libre mi oficio. En realidad él estuvo listo para dibujar mucho antes, pero no listo para saber la verdad de este trabajo. Luego de aquella noche en donde dibujé a su padre, él nunca más me vio dibujar a nadie. Solo me vio cuando le daba clases de dibujo.

-Chango venite, dale rápido.- Me acuerdo que así lo llame. A pesar de todo yo estaba entusiasmado también.
-Si señor, acá estoy. ¿Qué necesita? – Me dijo, como siempre tan obediente.
-Niño, hoy me vas a ver dibujar a un cliente mío. Luego, al proximo cliente lo dibujaras, vos.
-No lo puedo creer. Muchas gracias señor.-El chango nunca, en todos estos años, me dejó de tratar de usted.

Me senté, el cliente se llamaba Miguel, y había fallecido en un accidente automovilístico. El Chango se paró al lado mío. Comencé con los bocetos.

-Nunca olvidarme del boceto previo ¿no?
-Chango, vos ya sabes dibujar. No quiero enseñarte eso.

El Chango se calló, y siguió mirando.

-¿Te acordas aquella noche en la cual dibujé a tu papá?
-Sinceramente esa noche se me borró de la cabeza señor. Me acuerdo que usted la hizo, pero sin detalles- Era verdad, el Chango no mentía. Se dice que los momentos que tiene malos en la vida uno se esfuerza por borrarlos de la mente.
-Ok. Entonces presta atención.

Estaba dibujandolé los ojos a Miguel, los cuales estaban cerrados pero yo los debia dibujar abiertos, cuando de pronto aquel cuerpo supuestamente muerto abrió los ojos.

-Señor, Señor, abrió los ojos. – Me decía y me hacía acordar a viejos tiempos.
-Solo quedate ahí y seguí mirando. Callado.

Al terminar de dibujar los ojos, seguí por la boca.

-Movió la boca. El hombre balbuceó. Esta vivo. – No se aguantó, no se quedó callado.
- No Chango, no esta vivo. Esta muerto.
-Pero si se mueve. Mire esta escupiendo sangre de la boca.
-Es solo momentaneo.
-Pero…
-Chango, ¿me vas a hacer caso?
El Chango no me dijo nada.
-Te pregunto de nuevo, ¿Vas a querer, a pesar de lo que estas viendo ahora, tener como oficio mi trabajo?
-Si. Es lo que siempre quize. Pero expliquemeló.

No sabía como iba a terminar esto, ahora lo se. Pero eso ya no importa. Yo ya me estaba poniendo viejo. Y alguien debía hacer mi trabajo, o por lo menos así lo creía yo. Por otro lado, le venía bien el trabajo al Chango, como me ayudó a mi en mi epoca.

-Mira Chango. Hay quienes dicen que los retratos son como chupa almas de las personas. Que cuando alguien es dibujado pierde una parte de su rostro. No hablando fisicamente, pero quizas si sentimentalmente. Yo no se si eso es verdad. Soy tan solo un dibujante y nunca me puse a investigar, por miedo a descubrir verdades que me interpongan entre mi trabajo y yo. Sinceramente no me interesa que les sucede a las personas a las cuales retrato. Si aquellas leyendas que acabé de contarte tienen algo de verdad, se podría entender que cuando se retrata a alguien en vida, no es tan fuerte el robo de alma, o lo que sea, de aquella persona. O sea, el cuerpo humano tiene más defensas. Pero al estar el cuerpo sin vida, debil y sin resguardo, es muy facil quitarle aquella alma, o lo que quede de ella.
-Pero, ¿Quitarles las almas? Sueno raro, pero parece real al ver como se movió Miguel. Es como su “ultima agonía”.
-Dudo que se pueda salvar algo de aquellas personas. Pero me parece que les estoy robando algo. Algo que seguro va a parar a los dibujos que hago. No se qué sinceramente. Ni siquiera como funciona. Creo que eso lo sabré el día que me muera. Seguro me estarán esperando arriba, si es que termino ahí o sino me encontraré con los de abajo. Me pedirán explicaciones y no sabré que decirles. Porque realmente no se lo que les hago.
-Sea lo que sea no debe ser bueno. No es natural.
-Supongo. Pero es tarde para pensar en ello. Siempre necesité, este trabajo.
-Si lo se. Y a mi me va a venir bien.

El Chango me escuchó atentamente. Bien pensante a todo lo que le dije. Hizo preguntas, respondí las que pude. El siguiente cliente lo dibujó él. A partir de ese entonces yo no trabaje más. El pibe tenía madera. Tenía, quizas más temperamento que yo. Quedaba inmovil a los movimientos de sus retratados. Pero esos movimientos les trajeron recuerdos. Un día recordó a su padre, aquella noche que lo dibujé. Me dí cuenta porque era por un cliente parecido a su padre. El Chango me miró luego de dibujarlo. No me dijo nada, pero me miró fijamente y yo me quede quieto. A su vez me dijo todo.
Aquí me encuentro ahora, contandoles la historia de mi vida. Siepre dije que iba a descubrir lo que les hacía a la gente que retrataba el día en que muera, y me encuentre con ellos. Me equivoqué. Me estoy dando cuenta ahora. El Chango me mira fijo. Él esta sentado, sosteniendo su lapiz. ¿A quién le dará ese dibujo? Yo no lo podré tener. Quizas lo guarde él. No lo sé. Eso no me interesa ahora. Estoy descubriendo cosas nuevas. Viendo gente deforme, que me viene a buscar. Parecen zombis. Uno me dijo: Somos lo que serás vos. No me pareció amenazador lo que me dijo. Bien merecido seguro lo tendré. Un niño que estaba junto al Chango, mirando como dibujaba, le dijo: Señor, señor, se esta moviendo. Se esta moviendo. Lo repetía una y otra vez pero nadie lo escuchaba, ni siquiera el Chango, no lo miraba. Él solo me miraba a mí. Y yo, viejos tiempos recordaba desde otra butaca.

FIN

Por Sergio Sebastián Mallea

jueves, 28 de mayo de 2009

Flor de Punta Ancha

Flor de punta ancha.


Giliberto, fue un hombre, que en vida, nunca tuvo pensamientos malos. Tenía un vivero y la mayor parte de su vida la pasó, junto a ellas: las plantas. ¿Mujeres?, solo las que compraban plantas, ancianas: jubiladas, divorciadas, asesinas, locas, etc. Eso es muy poco para mi: Don Giliberto Sanito. Decía cada vez que sus ganas se veían al mando de sus decisiones, luego volvía a las plantas. Una extraña vida llevaba, extraña para muchos, pero para él funcionaba. Así fue hasta que una de esas tantas tardes aburridas en aquel vivero, vinieron dos mujeres, jóvenes, bellas y muy seductoras, a comprar una flor. Solo una. Una flor especial era lo que andaban buscando. Solo Giliberto Sanito tenia de esa especie. Una de las muchachas, parecía la más joven, tenía un pequeño, casi diminuto short de Jean, deslichado, quizás roto. Se podía observar, en lo poco que llevaba de tela aquella prenda, el camino de su ropa interior. Era un Jean especial, una tela muy fina, elastizada. Y lo que se descubría, como en una bella adivinanza, era tan solo comparable con un hilo dental, sin exagerar. Giliberto se dio cuenta de aquellos detalles, sonrojados sus cachetes, no lo impedía en nada seguir mirando. Las dos jóvenes venían de la mano, no eran hermanas, eran diferentes. Es más, una era rubia, la otra morocha. La más joven era la de cabellos dorados. La morocha tenía una pollera, la cual creaba una especie de espectáculo, de aquellos donde se pone una manta grande, una luz detrás y con manos o muñecos se hacían siluetas que cuentan historias para niños. En este caso la manta era la pollera de la señorita, la luz: el sol que entraba al local, los niños estaban representados dentro de los ojos de Giliberto, y las sombras eran creadas por las piernas de la morocha. El show era fascinante, y aunque no contaba con buen guión, Giliberto podría haberlo visto por un par de horas más, si no fuera por su inoportuna decencia. Abrazadas las dos mujeres comenzaron a hablar:
–¿Usted es el Sr. Giliberto?
–Ehhh… –Giliberto trago saliva, casi dos litros luego dijo Si… Yo soy Giliberto Sanito.
–Ay Gilibertito Sanito, que dulce apodo. –Dijeron las dos excitantes muchachas, aún sin soltarse.
– Sanito no es mi apodo, es mi apellido.
–¿No es bonito? – le pregunto la rubia a la morocha.
–¡Si! Es como para comerlo. –La rubia agarró a la amiga de la cintura.
–¿Qué… ¿Qué necesitan?
–Mmmm, si. Venimos a buscar una flor de Punta ancha. Nos dijeron que solo vos tenés de esas acá. –Giliberto nota que lo empiezan a tutear y se pone nervioso.
–¡No!... ¡Si! Si, tengo. ¿Cuantas quieren?
–Es que nosotros trabajamos en el canal 69. El que esta acá en la esquina. –El canal 69 era el canal más famoso de la provincia, porno como ninguno. Aunque Giliberto vivía en ese barrio hace 18 años era el único que no conocía aquel canal. –Nosotras somos actrices del Canal 69. Y estamos haciendo una película en este preciso instante. Nos mandaron a comprar una flor de punta ancha, porque en el guión hay una parte que nosotras agarramos la flor y la ponemos en nuestr…
–¡Ya les traigo la flor! –Interrumpió Giliberto y salió caminando rápidamente hacia el fondo del local.

Según los ideales de Giliberto ninguna de aquellas señoritas estaban a la altura de él. Por ninguna razón, recalco que según sus ideales, el tenía porque excitarse. Son mujeres fáciles. Muy rápidas para Giliberto Sanito. No podrán con migo. Hagan lo que hagan no caeré en sus trampas. Repetía incansables veces mientras buscaba el pedido. Una vez encontradas las flores Giliberto volvió con las flores de punta ancha en mano.

–Ya las encontré. ¿Cuántas llevan?
–Una sola, la compartimos. –Automáticamente Giliberto se pisó un pie con el otro.
–Disculpe –Dijo la morocha ¿Podemos ver si nos sirve?
–¿Có… Cómo?
–Sí. Necesitamos ver si nos sirve para la película. En la lista nos anotaron: Flor de punta ancha, a un costadito dice: si no encuentran compren un palo de escoba.
–Si. A mi el director me dijo que un desodorante de ambientes como ultima opción.
Las dos mujeres se murmuraban cosas al oído. Risas iban y venían por sus orejas. Giliberto no escuchaba mucho lo que murmuraban. Solo un ¿Te acordás cuando…? U otro Ese día estuvo bueno…Pero Giliberto no entendía nada. A si que aceptó en darles la rosa para que aprueben la compra.
La morocha agarró la flor, con sus manos, y dijo:
–¡Es el diámetro exacto!
–¡Siii! –Gritó la rubia. – A ver… practiquemos.
Las dos jóvenes se empezaron a sacar la poca y diminuta ropa en frente de los ojos del pobre Giliberto Sanito. Pasaron dos segundos de preparativa cuando comenzaron con la prueba. Al finalizar la rubia dijo:
–¡Lo llevamos!
Giliberto murió, con una sonrisa en su cara, sorprendentemente con los ojos abiertos y lengua afuera.

–¿Es usted San Pedro? –preguntó una vez en el cielo.
–Si Giliberto, ese soy yo.
–¿El que aparece en los cuentos?
–Efectivamente.
–¿El que abre la puerta al paraíso?
–Si.
–¿A usted lo vi en un scetch de Franccela?
–No, a mí no, pero a alguien que me representaba quizás.
–Mire, es usted famoso ¿sabía?
–Si hijo, porque estoy en la Biblia.
–¿En donde?
–En la Biblia.
–¿Es usted Giliberto verdad?
–Eso creo. –Giliberto miró su documento, el cual decía efectivamente su nombre Si, mire soy yo.
–Perfecto, lo estaban esperando para tener una cena.
–¿Teta?
–No, cena.
–Ahh.
–¿Por cierto, que es teta? – preguntó San Pedro.
–No se, pero es en lo único que estoy pensando ahora. ¿Es un síntoma normal recurrente de este lugar?
–No lo se. Quizás. Muchos se han vuelto locos al ver todo esto y han decidido volver. Este es el paraíso, pero siempre esta quien no lo nota.
–¿Cola?
–¡Nota! No lo nota, dije.
–Ahh… Disculpe. Vallamos a la teta. ¡Perdón!… Digo, cena.

Una vez en la cena. Estaban, Giliberto en una punta, Dios en la otra. Cupido tomando cerveza, Venus al lado, cuidando a cupido. Enfrentado a Venus y a cupido estaba Elvis y Georges Bataille, un viejito medio loquito, con ojos saltones anaranjados y manos movedizas. Por detrás de Dios había un cartel que decía Bienvenido Giliberto. Por otra pared había otro cartel, este decía: Te extrañaremos amigo. Elvis miraba a Venus. Venus, cuidando de Cupido que comía sin parar, no le respondía la mirada al pobre Elvis. Georges miraba su tenedor y podría jurar que tenía los ojos en blanco. Dios comía, tranquilo y pausadamente en un plato gigantesco, que parecía nunca acabar. Hasta que dijo unas palabras:

–Niño, niño, niño. –Dijo pensativo.
–Ya tengo 40 años. –aclaró Giliberto
–Pues yo te gano Gilibertito. –Le dijo el barbudo.
–¿Es verdad lo que dicen por aquí? –Le pregunto Elvis a Giliberto.
–¿Qué?
–Que tenés cuarenta y nunca estuviste con una muchachita…
–Pues… Bueno. Es que…–Giliberto no sabía que decir, se rascaba la cabeza pero se topaba con un aro amarillo.
–Dejalo tranquilo Elvis. Eso no es asunto tuyo. –Dijo Venus.
–Pues sabes que si es asunto mio. Como lo es tuyo, de Cupido y de papi. ¿No papi? –Pregunto Elvis mirando a Dios, casi en forma caprichosa.
–Dejen de pelearse. Giliberto, este es tu último día en este lugar.
–Pero, ¿cómo? ¿Por qué? Si recién llegué.
–Hijo. Lo que dice Elvis es cierto. ¿Qué te pasó muchacho? ¿Por qué nunca nada allí abajo? No te lo puse allí solo para orinar…–Dios soltó los cubiertos. Escuchando atentamente esperaba una respuesta.
–Es que nunca encontré a nadie que valga la pena…–Venus lo miraba con ojos de madre. Cupido comía y tomaba mucha cerveza.
–Vamos Gilibert, no habrás buscado bien. Siempre hay alguien. ¿Te acordás la panza que yo tenía allá abajo? Bueno, eso no era impedimento para mí. Siempre había una chichi que quería salir con el gran Elvis.
–Grande sobretodo. – dijo Venus sonriéndose.
–Si bueno pero yo solo quiero casarme.
–¿Acaso ves casado a mi hijo? – dijo Dios.
–Pues no.
–Claro que no. Eso ya no se usa. Vamos las parejas se hacen y desasen. Lo importante es lo que hagas con cada pareja. Luego que sea lo que Yo quiera.
–Pero, es que tengo miedo de lastimar los sentimientos de una mujer.
–Hermano te lo esta diciendo Dios. ¡Yo que vos le hago caso! –Dijo Elvis.
–Ahora ya estoy muerto. No se puede hacer nada.
–Claro que si. –dijo Venus para eso estamos reunidos en esta mesa. Cupido, nene hace lo tuyo.
Cupido sacó la mirada del plato. Tenía los ojos rojos de tanto tomar cerveza. Estaba en mal estado cupido, eso explica muchas cosas aquí en la tierra.
Elvis grito contento:
–Vamos Cupidito, hace lo tuyo.
Cupido sacó una flecha, su arco y apuntó a Giliberto Sanito. Giliberto miró a Dios, el comía pero le hizo una seña como si todo estuviera bien. Giliberto lo aceptó como que venía de un Dios, y se quedó quieto. El pequeño, hijo de Venus, disparó una vez, muy cerca de Giliberto pasó pero le pegó a una nube que pasaba por ahí. La segunda flecha le pegó a Georges que estaba con el tenedor en la mano. El tercer intento fue acertado. Le dio en el corazón a Giliberto. Luego Dios dejó de comer nuevamente, y se preparó para decir unas palabras. Mientras tanto Georges estaba abrazado con la nube del flechazo erróneo, algo misterioso dejaba notar que la nube estaba dada vuelta y Georges detrás, pero Giliberto ni nadie, salvo Elvis, le dio importancia.
Y Dios dijo:
–Giliberto, Sanito Giliberto, serás honrado frente a esta sala de autoridades en el tema. –Sacando a Georges, y Elvis, que se fue detrás de él. – Serás nombrado Giliberto, el santo del Sexo. Y vivirás en la Tierra, desde donde viniste. Serás inmortal y estarás junto a los humanos, infiltrándote en sus vidas. Tendrás poder total en el sexo, como así en las mujeres. Y podrás hacer de todo aquello que nunca quisiste por razones que ni Yo sé.
–O sea, ¿nada para mi será pecado? –Le preguntó Giliberto a Dios.
–En este caso haré una excepción. Hablando de sexo, y de mujeres bellas, nada será pecado para ti. –Dios tragó saliva.
Venus dijo: – Ahora vuelve y te doy un consejo ¿por qué no buscas empleo en el canal 69?
–Lo haré Venus. Muchas gracias a todos. Gracias Dios, ha sido un honor.
–No hay de que. Disfrutalo. De ahora en más eres un Dios también.
–Venus, gracias también por todo.
–De nada corazón. Cuidate. O mejor aún, que se cuiden ellas.
–¡Gracias Elvis, gracias Georges! ¡Hasta nunca!
Elvis y Georges estaban entretenidos jugando con la nube.

Giliberto, o mejor dicho, Giliberto el Dios del Sexo, se levantó del suelo en su vivero. Estaban las dos chicas, las que venían a comprar una Flor de palo ancho, y había una ambulancia en la calle y dos enfermeras y un doctor en el local. De una forma muy extraña Giliberto se deshizo del doctor, y quedándose con las dos actrices y las dos enfermeras, cerró el local y dijo con una botella en la mano:
–¡¡¡Flores de palo ancho para todas!!!

Desde arriba Dios y Venus lo observaban:
–¿Crees que fue buena idea? –preguntó Venus.
–La verdad no lo se. Pero si lo dejábamos acá en el estado en que estaba era indomable. Estaba más caliente que Cupido cuando mandamos a que case con alguien a Luciana Salazar. Ahora es problema de ellos.
–Amen diosito. –Dijo Venus mirándolo a Dios. Y Él dijo:
–Aparte, este joven me trae recuerdos.

Dios y Venus se fueron de aquel lugar donde observaban a Giliberto. Mientras Elvis y Georges manoseaban la nube. Cupido estaba tirado, casi cayéndose de cabeza en una turbina de un avión que pasaba por allí. Y Giliberto, el Dios del Sexo se divertía como nunca.

Fin

Sergio Sebastián Mallea
08/02/2009

sábado, 28 de marzo de 2009

Desde lejos estás cerca



¿Por qué los árboles lloran?

Si tu estas aquí sentada, debajo de uno de ellos. Leyendo cuentos fantásticos.

Si cuando te animas, y lees fuerte, te escuchan. Ellos deberían estar felices.

Si respiran tu olor, tu perfume. Tu alma. La cual devuelven para que sigas leyendo.

Si de aquellas alturas ven tu belleza, ven tu escote. Ven tu cabello… Tu escote.

Si ven lo que vos ves. Al paisaje lleno de cosas maravillosas. No se podrá ver lo que ve una paloma, lo que ve una mariposa, una nube. Pero les sobran sentimientos al ver lo que vos ves. Dichosos árboles. No tienen escusa.

Ven tus vestidos, que cada día cambian. Porque cambia lo que llevan dentro...

…a ti.

Si no fuera por ti, los árboles llorarían.

¡Los árboles lloran! Están llorando. Me acerco. Ya no estás.

Miro hacia arriba. Las nubes no lloran. Se ven felices.

¿Estarás allí? Leyendo en un lugar más cómodo, seguramente. En una de esas nubes que tan felizmente lleva el día. El sol parece igual.

Los árboles deberán crecer un poco más si quieren dejar de llorar.

Temo que yo también…